miércoles, 17 de enero de 2018

Septiembre





Comenzaba septiembre: íbamos él y yo vistiendo esa ceguera propia del chaval que cruza en rojo con los auriculares puestos (una ceguera sorda, podríamos decir). Y además nos quedaba bien el modelito, tan cómodo y casual. El noveno mes se hacía el loco y evitaba así caer en la cuenta de tanto coñazo de vuelta al cole, horarios nuevos o proyectos por empezar. Yo procuraba copiarle y no pensar en nada demasiado. Me limitaba a pintar, como he hecho siempre; en el estudio amontonaba pequeñas piezas grises que -de cuerpo presente- parecían presagiar la parálisis. Figuras incómodamente suspendidas en el aire, desnudos durmiendo un sueño quizás irreversible, en definitiva un montón de pequeños personajes fue naciendo en septiembre. A esa remesa pertenece el minúsculo díptico de las fotografías. 
Pero octubre no fue tan amable conmigo. No sé cómo lo hizo, pero el muy desgraciado dispuso que mis pinturas se cerrasen ofuscadas: –de eso nada, signorina, oggi non lavoriamo –me espetó insolente un buen día el amarillo de Nápoles, en comandita con su colega el rojo veneciano. Apenas sin tiempo para reaccionar a lo susceptibles que andaban los italianos, el gris medio me calzaba una cobra y caía al suelo. ¡El gris medio! ¡Con lo que lo uso! Pero nada, era inútil: en menos de cinco minutos todos los demás colores ya me habían dado la espalda. Ah, qué ingratos. Qué cobardes. Yo que contaba con ellos para una exposición en febrero, y ahora no podrá ser...
Y así están las cosas, amigos. Bien avanzado enero resulta que todavía no nos hablamos. Se ve que las dos partes somos demasiado orgullosas. Pero en fin, alguien tendrá que dar el primer paso y sospecho que acabaré siendo yo. De momento, me observa regañona una paleta seca, polvorienta, intacta.